En 2014 trabajábamos con una empresa familiar que fabricaba
muebles. Tenían buenos clientes y pedidos constantes, pero cada
semana había urgencias, retrasos y discusiones sobre quién había
dicho qué.
Pasamos tres semanas simplemente mirando cómo trabajaban. Resulta
que nadie sabía exactamente cuándo empezaba y acababa su
responsabilidad. Los problemas no eran de falta de esfuerzo — eran
de falta de claridad.
Eso nos enseñó algo: muchas empresas funcionan mal no porque la
gente sea incompetente, sino porque los procesos se construyeron
sin pensar. Se fueron añadiendo cosas, nunca se quitaron las que ya
no servían, y al final nadie sabe por qué se hace así.